Almafuerte, Leguizamón, Laferrere, Carpena
Penas que llevan los vientos…
MARTINIANO
LEGUIZAMÓN
Desde la obra teatral Calandria (1896),
de sutil intensidad criolla, o desde las páginas que fue escribiendo en su
estancia de González Catán durante las primeras décadas del siglo, el escritor
Martiniano Leguizamón (1858-1935) se cuenta entre aquellas voces fundacionales que
supieron dar lustre y contenidos al Partido, en torno de lo cual no podemos
dejar de recordar y de releer su tomo De cepa criolla (1908),
reeditado y ampliado en 1961, donde va desgranando la evidencia de identidad de
un criollaje capaz de mirar de frente, y sobre su sentido común, las durezas de
un tiempo que para las orillas nunca fue sencillo.
Por otra parte, los versos duros, plenos en asertos, de Pedro Bonifacio
Palacios, Almafuerte (1854-1917), prodigaron un campo ético y estético, caro a
la historia de la poesía
de la Provincia, entre los que destacamos los Siete
sonetos medicinales (1907) y las Poesías
(1916), entre otras páginas, que supieron enhebrar, verso a
verso, no poco de esos aires de identidad −“no te des por vencido ni aun
vencido”−, ya entrañables, acaso tanto o más en estos tiempos, y que dicen de
lo suburbano, pero también, aunque fuere en parte, de lo que supervive en la espesura
de los bordes.
La obra, la vida misma, de Gregorio de Laferrere (1867-1913), quien provenía de
sus experiencias familiares parisinas y de sus periplos porteños y platenses, estuvieron
signadas por la singularidad. Fue autor de las piezas Jettatore
(1904), Locos de verano (1905)
y Las del
barranco (1908), entre otras obras estrenadas en
conocidas salas de
Buenos Aires. Obras que substanciaron, por otra parte, los comienzos de un
siglo donde la modernidad buscaba abrirse paso, en instancias que el dramaturgo supo poner
al descubierto, con sus hipocresías, sus manías y sus desconciertos.
Pero ya avanzado el siglo XX, sería el poeta y agudo cronista Elías Carpena
(1897-1988), antiguo vecino de Villa Lugano y de Soldati, quien habría de dar
nuevos espacios y
motivos a esos conjuntos de tendencias, ya durante la primera mitad del siglo y
algo después, con obras como Romancero de don Pedro Echagüe (1936), El
cuatrero Montenegro (1955), y sobre todo con sus Romances
del pago de la Matanza (1958), entre otras creaciones
tan elocuentes como impecables y de la más genuina
identidad gestada bajo los cielos agrestes de lo semirrural y lo suburbano. Por cierto, en esos vívidos Romances del pago…
anida no poco de una identidad que, aun hoy, y con sus paisajes humanos, deja
aflorar sus raíces y sus indicios.
Eduardo Dalter
Del estudio y antología Poesía de La Matanza, 1970-2015; Ediciones del Nuevo Cántaro, Buenos Aires, 2015. Esta edición fue presentada en el sindicato de docentes Suteba, filial Matanza, en julio de 2015.
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