lunes, 12 de octubre de 2015

* * * Cuadratura de identidad * * *

Almafuerte, Leguizamón, Laferrere, Carpena

                                                                                         Penas que llevan los vientos…
                                                                                                                                  MARTINIANO LEGUIZAMÓN



     Desde la obra teatral Calandria (1896), de sutil intensidad criolla, o desde las páginas que fue escribiendo en su estancia de González Catán durante las primeras décadas del siglo, el escritor Martiniano Leguizamón (1858-1935) se cuenta entre aquellas voces fundacionales que supieron dar lustre y contenidos al Partido, en torno de lo cual no podemos dejar de recordar y de releer su tomo De cepa criolla (1908), reeditado y ampliado en 1961, donde va desgranando la evidencia de identidad de un criollaje capaz de mirar de frente, y sobre su sentido común, las durezas de un tiempo que para las orillas nunca fue sencillo.
      Por otra parte, los versos duros, plenos en asertos, de Pedro Bonifacio Palacios, Almafuerte (1854-1917), prodigaron un campo ético y estético, caro a la historia de la poesía de la Provincia, entre los que destacamos los Siete sonetos medicinales (1907) y las Poesías (1916), entre otras páginas, que supieron enhebrar, verso a verso, no poco de esos aires de identidad −“no te des por vencido ni aun vencido”−, ya entrañables, acaso tanto o más en estos tiempos, y que dicen de lo suburbano, pero también, aunque fuere en parte, de lo que supervive en la espesura de los bordes.
     La obra, la vida misma, de Gregorio de Laferrere (1867-1913), quien provenía de sus experiencias familiares parisinas y de sus periplos porteños y platenses, estuvieron signadas por la singularidad. Fue autor de las piezas Jettatore (1904), Locos de verano (1905) y Las del barranco (1908), entre otras obras estrenadas en conocidas salas de Buenos Aires. Obras que substanciaron, por otra parte, los comienzos de un siglo donde la modernidad buscaba abrirse paso, en instancias que el dramaturgo supo poner al descubierto, con sus hipocresías, sus manías y sus desconciertos.      
     Pero ya avanzado el siglo XX, sería el poeta y agudo cronista Elías Carpena (1897-1988), antiguo vecino de Villa Lugano y de Soldati, quien habría de dar nuevos espacios y motivos a esos conjuntos de tendencias, ya durante la primera mitad del siglo y algo después, con obras como Romancero de don Pedro Echagüe (1936), El cuatrero Montenegro (1955), y sobre todo con sus Romances del pago de la Matanza (1958), entre otras creaciones tan elocuentes como impecables y de la más genuina identidad gestada bajo los cielos agrestes de lo semirrural y lo suburbano.           Por cierto, en esos vívidos Romances del pago… anida no poco de una identidad que, aun hoy, y con sus paisajes humanos, deja aflorar sus raíces y sus indicios.

                                                                                  Eduardo Dalter



Del estudio y antología Poesía de La Matanza, 1970-2015; Ediciones del Nuevo Cántaro, Buenos Aires, 2015. Esta edición fue presentada en el sindicato de docentes Suteba, filial Matanza, en julio de 2015.



Tres sonetos medicinales


Seguramente los Siete sonetos medicinales (1907), de Almafuerte (1854-1917), sean la obra de más alto perfil y de mayor intensidad que ha dado la historia de la poesía matancera. Conocida no sólo en la Provincia, sino también en todo el continente y en España, esta singular obra es la que mejor caracteriza a este poeta ilustre nacido en los pagos de La Matanza dos años antes de la fundación del pequeño poblado de San Justo. Sus páginas significan también el momento bautismal de una historia, con cursos referenciales como los que demarcan los Romances del pago de la Matanza, del poeta Elías Carpena, con edición en La Plata en 1958, y asimismo con las poéticas diversas surgidas a partir de los estremecedores y controversiales años ’70. Incluimos aquí tres de estos magistrales y legendarios sonetos.


¡AVANTI!

Si te postran diez veces, te levantas
otras diez, otras cien, otras quinientas…
¡No han de ser tus caídas tan violentas
ni tampoco, por ley, han de ser tantas!

Con el hambre genial con que las plantas
asimilan el humus avarientas,
deglutiendo el rencor de las afrentas
se formaron los santos y las santas.

Obsesión casi asnal, para ser fuerte,
nada más necesita la criatura;
y en cualquier infeliz se me figura
que se rompen las garras de la suerte…

¡Todos los incurables tienen cura

cinco segundos antes de la muerte!



¡PIU AVANTI!

No te des por vencido ni aún vencido,
no te sientas esclavo ni aún esclavo;
trémulo de pavor, piénsate bravo,
y acomete feroz, ya malherido.

Ten el tesón del clavo enmohecido
que ya viejo y ruin, vuelve a ser clavo;
no la cobarde estupidez del pavo
que amaina su plumaje al primer ruido.

Procede como Dios, que nunca llora:
o como Lucifer, que nunca reza;
o como el robledal, cuya grandeza
necesita del agua, y no la implora…

¡Que muerda y vocifere vengadora,

ya rodando en el polvo, tu cabeza!



¡VERA VIOLETTA!

En pos de su nivel se lanza el río
por el gran desnivel de los breñales;
el aire es vendaval, y hay vendavales
por la ley del no-fin, del no-vacío;

la más hermosa espiga del estío
no sueña con el pan en los trigales;
el más noble panal de los panales
no declaró jamás: Yo no soy mío.

Y el Sol, el padre Sol, el raudo foco
que lo fomenta todo en la Natura,
por fecundar los polos no se apura,
ni se desvía un ápice tampoco…


¡Todo lo alcanzarás, solemne loco,

siempre que lo permita tu estatura!



jueves, 8 de octubre de 2015

Una obra del poeta Elías Carpena cumple 60 años



Ciertamente, "El cuatrero Montenegro", una de las piezas más relevantes del poeta, junto con sus "Romances del pago de la Matanza" (1958), viene a recordarnos los antiguos horizontes del Partido y a su gente, con estilo sutil y a la vez no exento de expresividad y contundencia. En verdad, toda la obra de Elías Carpena merece ser releída, aun más en el sudoeste del conurbano bonaerense, que es donde precisamente acontecen las historias. A continuación, la versión completa del mencionado cuento.





* * El cuatrero Montenegro * *

Diego Montenegro detuvo el rabicano frente al polvorín. Echado en el suelo acarició el agua del Matanza. El flujo coronado de espumas, de picos y de hojas verdes, ganaba orilla y altura. Tuvo las manos hundidas hasta que la frescura fluvial le entró en la carne, en el pulso todo. Se mojó la cabeza y se refrescó el cuello trasudado. El rabicano entró en el río con tiento, sopló el agua y bebió abundantemente. En un fondo obscuro rielaban las estrellas y se abrían en luz como peces fosforescentes. Oyó crujir de ramas rotas; un sacudir la fronda del mimbreral. Chillaron las urracas y volando se agarraban de la copa de la cinacina. Se oyó romperse el agua prieta y sonora bajo los mimbres. Los círculos se iban abriendo hasta la otra orilla. El rabicano atiesó las orejas; tenía la cabeza empinada, vivos los ojos, inquietos. Puso la cara frente al ruido y piafó bufando. Retrocedía espantado. Diego Montenegro, gato montés receloso, se puso de pie, se pegó al caballo, tomó las riendas y, mirando al mimbreral, buscó auxilio en el revólver. El rabicano, en relinchos cortados confesó su miedo. Salió de entre la maraña de mimbres, medio hombre hundido en el cristal correntoso, el nutriero don Cirilo. Caminaba dando palmadas en la superficie, ahondando y subiendo las manos. Cuando abandonó el juego, hizo pie en el fondo movedizo y, conseguida la estabilidad, alargó un grito: la voz subió por la empinada ribera:

—Siempre lo pensé más bravo... También usté se asusta... —Y acercándose profirió: —Vaya con Diego Montenegro, si yo lo hacía un dios, un libre de espantos y miedos.


Cuatro zambullidores negros aletearon por sobre los hombres y distanciándose se hundieron en el río. Salieron a flote y con las cabezas empinadas, patrones del agua, recorrieron el río de ribera en ribera. Diego Montenegro adujo:


—No es susto la prevención, don Cirilo —Mostró el revólver empavonado, opaco, y continuó, suave de palabra—: Éste se abre de boca buscando el bulto; y parece que se lo traga... manda cada plomo de a libra.


Abandonó el agua el nutriero y se tiró cansado en el arenal. Un cangrejo, trepidando, pujaba por pasar por encima de un montón de resaca. Don Cirilo sacó el cuchillo, le dio dos hachazos y deshecho lo tiró al río. Se dijo fuerte: "Esto es nada más que un cuidarse las patas"...


Diego Montenegro le sacó el freno al rabicano, le ciñó la manea y sin quitarle recado, riendas ni cabezada, lo echó a pastoreo. Hecho el menester, volvió al nutriero Don Cirilo se hacía oído, atención aguardando la palabra del cuatrero. El cuatrero era más pensamiento para él que 
palabra para el otro. Hundía los ojos en la orilla bulliciosa que iba alzándose con la marea. Los juncos se levantaban y se mecían en la superficie desordenada.


El cuatrero estaba abismado. En aquel desconcierto de espíritu, buscando ánimo, dio un rebencazo en el agua y nacieron los círculos abiertos, anchos, hacia el medio del río. Debió comenzar el nutriero:

—Lo hallo muy hondo, muy para usté solo, muy en cuita. A ver: límpiese de penas mortificantes... cuénteme: ¿qué le aprieta el corazón?...

—Iban mis cavilaciones en esto: en que la suerte del hombre nunca es pareja. Mire: desde los cantares de mi madre, cuando yo era de falda, hasta veinte días atrás, todo fue galopar sin viento y con el sol en ancas. Ahora la suerte me lleva a los trompicones. Me aporrea que es un asco.

—Hay una serie de males que debemos padecer. A los mortales se nos acollaran suertes y desgracias. Unas vienen antes... otras luego... Usté vivió amparado por un cielo limpio, ahora la tormenta se lo ha ennegrecido.

—Hubo un tiempo en que yo sacaba suerte hasta de las desgracias; pero todo tiene su término.

—Mi suerte es mesturadita como tabaco de pobre: si por un lado me abraza. Lisonjeándome, por el otro me lonjea. Ya ve: hoy al ñudo anduve con las nutrias. No le vi la cara a ninguna y, en cambio, tuve el favor de los pescados. Saqué un tendal de bagres que es un primor, manchaditos, casi todos overos. Los tengo allá entre los mimbres, gruñones como chanchitos. Si anda con tiempo podríamos asar algunos.

Ya la luna blanqueaba la copa de las cinacinas, la de los sauces, la de los castores de ancha hoja y fruto escondido. Los castores tenían las hojas húmedas y brites de luna. Don Cirilo las observó y le hizo notar a Diego Montenegro:

—Vea qué belleza de hoja tiene el castor: cada una es una estrella de nueve picos; si parece que la luz de la luna mana de ella. ¿Quiere cosa más linda que una estrella verde reluciente 
de luna?


El claror se metía en el agua y se descubría un fondo luminoso. Don Cirilo recibió la luz en los ojos, en la cara toda y sintió un gozo. Diego Montenegro retiró los ojos claros de luna. Expresó su mortificación:

—Mala luna... da una luz pesada... enfermiza. Luego me hace ver aparecidos: me llena de fantasmas. Con la entrada de esta luna se me ha metido el miedo a la muerte; ando esperándola de un momento a otro. Me hacen bulla en las sienes los tiros que me van a dar...

—Yo siempre la hallo buena. Me ayuda paso a paso.

—¡Hoy me hicieron zumbar por la cabeza más balazos!... Si parecía que estaban en el juego de la guerra. Entonces salió a brillar la luna con más luz, como diciendo: "No te vas a esconder en lo obscuro".

—Malicia que le largaron una caballada de sebo —arguyó en una sentencia don Cirilo.

—Sí es la verdá, ¿cómo lo sabe?

—De puro encontradizo con las cosas. Se lo previne a su mujer. Ella se afirmó en que no había que temer; que ya tenía las velas encendidas a la Virgen y que, además de otros dones, poseía el de la suerte; que usté era un hombre de suerte; una especie de aparta-balas.

—Al primer amago de arreo ya entraron a sonar los winchesters. Yo saqué el rabicano del campo como chijetazo. "Aquí te quiero", le dije, y salí a saltar alambradas. No era cosa de correr por la calle sino de volar cortando campo; ellos que son chapetones que perdieran la noche por la calle.

* * *

Diego Montenegro echó el rabicano al agua. Anduvo pisando firme hasta que pudo, y cuando el animal se hundió de ancas probando altura, comenzó a nadar. Diego Montenegro se arrodilló en el recado. El rabicano se estiraba por alcanzar la orilla. Al subir la barranca del río, la luna le dio en los ojos y se le empobreció el ánimo. La luna dominaba el cielo y la tierra. El cielo se puso de una transparencia sedosa, de un azul platinado. Descubrió sus secretos la tierra; el polvorín, entre dos línea de agua, se erguía como una nave subida de proa. La arboleda de la quinta Olivera se contemplaba alta y obscura; la del cementerio de Flores, clara de luz; se veían en su integridad todos los árboles. En el pico de la loma se empinaba majestuoso y dominador el edificio de las aguas corrientes, coronado de luna. Más allá, todo el ancho caserío de la ciudad dormía. Al Oeste, el paso de la Noria estiraba su encorvadura: el puente abrazado a las dos riberas parecía una ave abierta de alas. 


Diego Montenegro acabó de ver aquello y suspiró unas palabras:


—Vaya con la mala luna... Aun sigue delatando mi marcha.

Una garza mora se abrió de alas y abanicando el río despaciosamente se posó en la otra ribera.


Diego Montenegro entró en el tacho. El rancho dormía en una quebradita: lo alcanzó paso a paso. Quiso llamar al peón del tacho y se condolió: Salvador Cruceño madrugaba mucho. Miró el corral y lo contempló repleto de caballos; pensó que en seguida comenzaría la matanza. Tuvo un recuerdo para Julio Farías, el otro cuatrero que suministraba tantos animales a la matanza, y se habló: "A él lo guía la mano de la suerte… Vean si es de Dios que yo no pueda alzar ni un mancarrón y mi amigo traiga los corrales llenos.


Buscó en la horqueta de un sauce una lata de té; hurgueteó y extrajo un manojito de pesos, volvió a decirse: "Gracias a Dios, don Ezequiel Ramos recordó mi pedido".

Ya volvía con dinero a la casa. Ya estaba zanjada una dificultad del vivir cotidiano. Cuando lo iba a guardar le refunfuñó a su suerte: "Plata en préstamo: señal que voy cayendo; que voy para abajo como bota de gringo". Por no dar rodeos puso el rabicano de cara a los alambres y lo hizo entrar en carrera. El rabicano, que oyó la voz de "arriba", voló por sobre el alambrado y lo transpuso. Al pisar tierra se arrodilló. Diego Montenegro se desmontó y, con el cabestro en la mano y el mirar hundido en el suelo, buscó en la rodada el origen de su mala estrella. Afligido, echó la mirada al cielo limpio y, al descubrir la luna, murmuró con miedo, dando vuelta la cabeza:

—Vaya con la luna mala. ¡Y cómo me sigue!...

Se detuvo encima de la loma de Villa Lugano, en la calle Escalada; con buscadores ojos de aguilucho revisó el potrero que ceñía la casa. Después se puso en marcha; la alcanzó de un galope. Abrió la tranquera vasca, desensilló y echó el rabicano al corral.

* * *

Las velas encendidas a la Virgen iluminaban la pieza. La ocurrencia de Constantina lo hizo sonreír. Qué podrían, para modificar su sino, las velas y aquella estampa de la Virgen, desteñidas por las goteras. No malgastaba conjeturas ni se hacía ilusiones siquiera. Recordó cómo había sido su pasada vida y cómo seguiría siendo la próxima: robar caballos y más caballos. Y no ignoraba su fin: en una de esas, cuatro balas de winchester lo desangrarían. Allí, tendido en la gramilla, si no daban pronto con su cuerpo, los chimangos y caranchos le sorberían los ojos, comenzarían a picotear las heridas hasta pelar los huesos. Le pasó la mano al pelito cerdoso del hijo dormido y se sentó a quitarse la ropa y acostarse. Lo sobrecogió el gemir de Constantina, y la sacudió; le murmuró al oído:

—Negra... Negra... ¿Por qué gemís?

Abrió Constantina los ojos hondos, sombreados, con un tinte de horror. Al reconocerlo, le sonrió con lágrimas. Se abrazó de él y con miedo de pichón lo alarmó:

—Tenemos la casa cercada. Al obscurecer llegaron los policías y todo requisaron. Ya no se han retirado de por aquí. ¿Cómo entraste, con uno en la avenida Campana y Escalada, otro en el Puente de la Sangre y otro en la loma?

—De por allí vengo, de la loma; a ninguno hallé... Se tornó caviloso, pensativo, los ojos hundidos en el piso, y murmuró luego:

—¡No me habrán dejado pasar para achurarnos en montón! Ya estarán llegando.

—Con el cambio, a las diez volvieron otros. La luna los delataba y me los entregaba en sus escondites. ¡Cómo he sufrido viéndolos!

—La luna me viene delatando a mí... Bueno; me voy, de quedarme nos matarán a todos. Besó al hijo en la cuna. La mujer salió antes y no dejó sitio libre donde no echara la vista. No había nadie; entonces lo tomó de las manos y le pidió alzando los ojos enlagrimados:

—Quedate, ya se han ido.

—Volverán —expresó el cuatrero afligido. La besó fuerte, con pasión; era un beso que lo retenía, que lo pegaba a la casa. Ella contuvo el llanto y balbució:

—La Virgen nos protege. ¡Vos no creés en la Virgen!...

—Lo que nunca sentí en mi cuerpo, siento ahora: me tiemblan los huesos y la carne de miedo. Con esta luna entró mi mala estrella.

Volvió a decir la mujer:

—La Virgen nos protege... No dejés de recordarla.

—Me voy al río de a pie, tal vez los engañe, dormiré por los campos. Viendo cómo su hombre se hundía en el pastizal, despreciando la lisura de la calle, la mujer exhaló su clamor:

—Qué desdicha, qué de sobresaltos da esta vida maleva.

* * *

La medianoche llegaba. Era un llenarse el cielo negro de blancas nubecitas. Presente que enviaba el cielo del Río de la Plata al cielo llanero; al pampeano. La obscuridad en la tierra se hizo más tensa y opaca; la cerrazón ganaba el cielo y los campos. Graznó el caracolero y tomó vuelo; se hundió en la cañada. Graznó el lechuzón y voló a la loma. Los ojos del hombre no horadaban el muro prieto y compacto de la cerrazón; debía orientarse por el tacto, por el sonido. Diego Montenegro bordeó la laguna y le dolió no evitar que gritaran los teros alocados. Los chajáes alzaron la voz de guardia. En ruidosos bólidos que parecían ir tajando la neblina huyeron los patos, asustadizos. Para desventura mayor, las gallinetas entre las cañas elevaron voces de alharaca. Alarmadas se mantuvieron en bulla constante. Entre tanta delación, Diego Montenegro se hubiera hundido en el fango de la laguna hasta perecer. Huyó, pusilánime, y se metió en el arroyo de la Sangre. Esperaba de un instante a otro escuchar las pisadas de los caballos; las voces de los policías que venían en su busca. Una vez que el sosiego se extendió por el campo, levantó la cabeza por encima del abrojal. Sondeó en la obscuridad; y como nada veía para descubrir perseguidores, pegó el oído a la tierra. Como nada oyera, tomó el camino del río. Transpuso las vías del trocha angosta y lo tentó!, hasta que llegara el alba, echarse a dormir entre el pastizal que bordeaba la alcantarilla. No lo hizo porque muy cerca, bajo el puente, dormía una tanda de crotos, que al aclarar y pasar en su busca la partida policial, podían delatarlo. ¿Delatarlo? Pero, ¿qué es eso de la delación? ¿No habían pasado diez años en recia pugna con la policía? ¿Quién descubriéndolo pasar con los robados no lo delató? ¡Y ahora temía una delación! Temía un encuentro con los policiales. Pensó por qué temía, si siempre se le había plantado de manera de no cederles ni un palmo. Los había visto venir de frente, atacando y en seguida los había visto de espaldas, huir. Se tocó el revólver, lo tenía; el cuchillo, lo tenía. Adujo para sí que no era porque le faltaran armas sino porque se le había enflaquecido el valor, perdido la hombría. Buscó en el cielo a la luna, y no hallándola hizo conjeturas referentes a su poder maléfico: la condenó por causante de sus desdichas. Iba en su marcha padeciendo la fatiga de caminar entre los pastos mojados. Se tiró al arenal de la calle. A un lado y a otro se mecían los pastos de cañada. En los días de bonanza no cavilaba; tenía el corazón alegre, suelto como la voz mañanera del pájaro. El gozo y la dicha habitaban en él y en los suyos. Ahora se apretaba al recuerdo de la mujer y del hijo. "Diez años de cuatrero" los contó en los dedos despacio. "Diez... Sí... sí... Diez años.” Se le aclaró frente a él un cuadrado escénico. Comenzaron a dibujarse variados panoramas de su niñez. Vio a los compañeros del Colegio Nacional y sintió desgarrado el sentimiento de pensar en su primer fracaso. Fue cuando tuvo que vérselas con aquellas montañas del saber moderno. Montañas nevadas infranqueables: química y física. Ya desbaratado el plan de estudios, el padrastro, que deseaba un abogado en su casa, lo expulsó. Fue sólo para intimidarlo, para que retornara con más empeño al estudio pero él ya no regresó. Jacinto Andrade, profesor de cuatreros, como oro en paño, lo retuvo en su rancho. Con Diego Montenegro le había caído un don preciado. Le servía de mucho; Jacinto Andrade cuatrereaba y Diego Montenegro le fraguaba certificados de los caballos robados. Talló un sello sobre madera, y con rasgos caligráficos excelentes hacía que los robados fueran al tacho provistos de certificados.

De la madre conservaba un recuerdo vacilante, fugacísimo. Perdida toda la noción corpórea, toda afluencia de imágenes, debía muy a menudo acudir al recuerdo de un retrato de pared. El suceso de una tragedia que fue origen y muerte de la madre, no recuerda si lo presenció o si lo sabe de haberlo escuchado al padrastro. Piensa que sí lo recuerda: el padrastro partió al pueblo de Lobos en una compra de vacunos, la madre y él quedaron solos en el caserón. La madre pasó un día desasosegado, con la intranquilidad que le daba el presentimiento de que iban a raptarle al hijo. No lo dejó solo ni en los juegos infantiles. Los ojos puestos en el niño y al mismo tiempo en el camino. Vio por la calle un movimiento de gente extraña, que miraba la casa más de lo que se debe y raros vendedores que a toda fuerza querían entrar a mostrar lo que ofrecían en venta y que no dejaban de observar el interior que estaba al alcance de sus ojos. Al anochecer la madre cerró las puertas con trancas. Y se mantuvo en vela. Los ladrones, presentidos, con una viga hicieron volar la puerta. La madre a escopetazos los ahuyentó, se portó valerosa porque más que a la casa defendía al hijo. El horror de lo que pudo suceder la fue enloqueciendo; la enloqueció. Recuerda cuando se la llevaron a internar; el padrastro subió en la volanta, ciego de lágrimas. El se quedó espantado pidiendo el regreso de la madre. La madre, en la convalecencia, tenía sobresaltos macabros: vivía defendiéndose de un ataque al hijo por los ladrones. Cuando lo enamoró Constantina, pensó en el trabajo dignificador y se rebeló contra el sistema: "Trabajar de sol a sol para vestir y comer." ¡Ah! no, no... Y comenzó a cuatrerear bajo la dirección y el consejo de Jacinto Andrade. En el primer cuatrereo ya tuvo el premio: fue una tropilla de una estancia de Navarro: veinte caballos: seiscientos pesos, un bolsillo lleno de plata. Este hallazgo se repitió todas las semanas. Volvieron a metérsele en el pensamiento Constantina y el hijo. Los tuvo en los ojos y en el pensamiento, recordando lo mejor de ellos. Recuerda las palabras de cada instante, que están grabadas hasta en el aire porque el aire se las repite. La mujer le está pidiendo: "Dejemos este vivir de sobresaltos. Hagamos vida tranquila." Oye la vocecita del hijo, gangosa, entrecortada, como un anticipo, como una sentencia: "Papito: ¿te van a matar los hombres?... Todo dice que sí". Se hundió el viento en la corona de los pastos y el ruido que produjo le trajo la voz del hijo: fue una voz patética, desgarrada: "pa... pa... a... a. Puso la mirada en lo obscuro y se dijo: "¿Me habrá seguido Constantina?... Tornó a escuchar lo mismo: era el ulular del viento. Había sido la voz del viento y el anhelo de ver al hijo. Una y otra cosa fraguaron el llamado. Le entró una desazón que manaba lágrimas. Empezó la idea de ausencia a batir alas en su cabeza. Como jamás en su vida, estaba flojo de aliento. ¡Cuánto necesitaba la presencia del hijo y de la mujer! Se detuvo apretado por la cerrazón y dio unos pasos contrarios a la marcha que seguía. Una necesidad de hogar y familia se le removía en la conciencia y dio los primeros pasos de un regreso dichoso, reconfortante. Su casa lo aguardaba. Iba con los sentidos plenos de fruición, de deleite. Al cabo de un instante de marcha, tornó a sentir fuerte el corazón, el ánimo; firme el instinto como en los días mejores.

De nuevo la piedad hacia los suyos hizo que retornara el camino al río. Al reanudar la vuelta, pensando en que su presencia podía en su casa ser fatal, se dijo: "No he de ir; cómo voy a llevar el terror y la muerte a los míos".

Sintió a su lado una presencia incorpórea. ¿Qué invisible lo guiaba o lo seguía? Trató de develar el misterio; se decía: ¿Y esta sombra que me sigue?..."

Del rió se agitó y se extendió un viento de tormenta, suave de frescura. Se encapotó el cielo. Piaron las aves del bañado. Una montaña de nubes ganaba el espacio y se achicaba el cielo limpio. El viento sacudía los pastos, quebraba las cañas y todo tomaba vuelo. Un mar vegetal se movía.

¿Qué ruidos escuchó detrás suyo? Recogió, muy precavido, el revólver al momento de agacharse e indagar. Se iluminó la neblina y retumbó el suelo. Diego Montenegro cayó de boca, clavó la frente en la arena. Sangre como la de toro, limpia y colorada, pasaba cantando el glu glu por la abertura de las heridas. Se enlagunó la sangre y se coaguló al borde de la cañada.

***

El cabo Cerdeña y el vigilante Rivas entran de a pie en el tacho de don Ezequiel Ramos. Hallan sin gente el rancho, el corral sin caballos y todo el campo vacío de animales. Es la hora que comienza a levantarse, a hincharse la marea. Cuando el Río de la Plata, creciendo sin tregua sube por el Matanza, la policía busca un apostadero estratégico y lo halla en el abrojal: en el sitio que media entre corral y río. A machetazos hacen un limpio, un nido en el abrojal y allí se echan a la espera. Unas veces es la cabeza por encima de los abrojos la que atisba al que vendrá con la tropilla robada y otras es el oído pegado a la tierra. Están viviendo una atmósfera de desconcierto, de desgano, de temor y de espanto. Exclama el cabo Cerdeña, suspirando:

—Ya tumbamos a Diego Montenegro... Pero no me llena esa muerte: fue de atrás.

—El pobre iba sonámbulo, enloquecido... Yo le tiré sin pasión; cerré los ojos y pensé: "Que sea lo que Dios quiera", y lo bajamos. Dios quiso su muerte.

—La quisimos nosotros.

—Pudimos evitarla... Esa es la verdad, lo cierto.

—El que mata de atrás carga con el alma del muerto; lleva el alma del muerto de sombra. De mala sombra. Respiró fatigoso y añadió: —A mí se me ha pegado de modo que a cada instante me enriedo con ella. Le afirmo que el fantasma de Diego Montenegro me tiene sin aliento. ¿No oyó hablar de muertos que cercan a los vivos?...

—A las doce tumbaremos el último de los cuatreros, a Julio Parías. Ya estaremos en paz con los cuatreros.

—Julio Parías trae robo de Marcos Paz. Viene al tacho con una tropilla de a treinta.
—Hace ya cuatro noches cayó Diego Montenegro... 


Esta noche muere Julio Parías....


—La consigna es ésta: cuando la tropilla cruce el río y el caballo de Julio Parías venga nadando, le tiraremos. Que el muerto se hunda en el agua y se pierda.

—Carnada para los pescados... Se lo comerán las tarariras.

—Me duele lo sucedido a Diego Montenegro. Los caranchos le vaciaron los ojos.

—¿Qué piensa de lo que se propala; de que se le presentó a la mujer la Virgen y le anunció la muerte y el lugar?

—No creo en milagros... aunque hay algo en su favor, y es que llegó a tiempo la mujer de
espantarlos y cubrirlo con una manta. Ella contó que los caranchos revoloteaban por sobre el muerto con la angurria de comérselo, embolsado.

Chistó por sobre sus cabezas una lechuza ceniza; revoloteó, y se asentó encima del rancho. Los tuvo, de frente hasta que el cabo Cerdeña protestó de que fijara en él los ojos luminosos y se alzó para espantarla. Ya el miedo le había entrado en la carne, en los sentidos. Su espíritu ya se sentía desposeído de valor.

En el camino, para espantarla, arrancó una vara de biznaga y revoleándola gritó: "Fuera lechuza... Fuera... Fuera... Fuera..." La lechuza saltó en un vuelo colocándose junto a la puerta, sin huir. Parecía esperarlo; solazarse en la espera. Chistó, agitó las alas, se elevó en vuelo casi vertical y descendió cerca. Al cesar el vuelo chistó nuevamente. El cabo Cerdeña, como sonámbulo, iba detrás. Al tenerlo cerca batía las alas y se alejaba. En huída y persecución recorrían todo el campo. Salvador Cruceño, el peón del tacho, que dormía en el potrero, fuera del rancho, por precaución y temor a la policía, se levantó, echó los trapos que lo tapaban en el rancho y fuese a sentar en la ribera del río. Pasó junto al vigilante Rivas y ni siquiera lo descubrió entre los abrojos. La lechuza perseguida levantó un vuelo alto, chistó tres veces en el aire y en un volar largo pasó al otro lado del Matanza. El cabo Cerdeña dio un grito de terror y cayó de boca, clavó la frente en el pasto.

* * *

El vigilante Rivas hace que su superior retorne a la vida. Le pone el reflector de la linterna' en la cara. Lo halla lloroso, hipando, gemidor. Tiene la boca espumosa; con baba como, un animal hidrófobo. El vigilante Rivas lo refrescó con agua del río, le cacheteó las mejillas y como si el cabo Cerdeña volviera de un sueño miró a su alrededor con asombrado desgano. Compuso el físico y se incorporó. Lo interroga el vigilante Rivas:

—¿Qué le sucedió que cayó a tierra? Creí que se me iba del mundo; que finaba y lo remojé a lo bacalao; lo cacheteé como a enemigo. Así se le fue el insulto.

—¿No vio que me acometió Diego Montenegro? Se arrojó sobre mi cuerpo fantasma de lobisón.

—Vi que persiguió a una lechuza, que anduvo empecinado detrás de ella y nada más. ¿A qué andaba detrás de la lechuza?

—No, Rivas; ¿pero no vio nada? La lechuza se hizo lechuzón y daba fieros ladridos de perro.

—Yo siempre vi a la lechuza y a usté siguiéndola.

—Atienda: el lechuzón se volvió perro y con la mirada honda me atraía. Yo iba detrás sin saber por qué, desposeído de fuerza interior, de fuerza de alma. El perro se transformó en lobo negro. De la cabeza del lobo se formó la cabeza de Diego Montenegro. Soltó una risa quejumbrosa y cayó de boca, con la misma caída de su muerte. Rápido se levantó y volvió a reírse de mí; era una risa con fuego de llamarada. Fue como un sacudón, me tiró y hundió en el pasto. Yo vi cómo, después de aplastarme, corrió para el río. Y era Diego Montenegro fantasma de lobizón.

—No traiga cosas estrafalarias: el que se acercó corriendo al río no fue otro que el peón del tacho. Se escondió entre el chamical de la orilla.

El cabo Cerdeña se tornó trémulo, vibraba y se estremecía como junco en el agua. Le pidió al acompañante que lo devolviera a la seccional. Una imaginación candente le daba nuevas imágenes del cuatrero muerto. Nuevos fantasmas nacían y evolucionaban frente a su camino. El cabo Cerdeña rugió su miedo y quiso huir. Para que no disparara por los campos, el vigilante Rivas se le arrojó encima y lo apresó.

* * *

La china Dionisia a los reseros que vuelven de dejar la tropa en el potrero de Wenceslao les aclara el misterio:

—No se puede matar a un hombre de atrás. Dios no le da licencia ni a los policías. El alma del muerto se adueña del cuerpo del matador; lo lleva por caminos extraviados hasta perderlo y hundirlo. Yo he visto de estos sucesos, tantos... pero tantos...

La gente del bañado se alarmó con los más espeluznantes comentarios. Aquella solidaridad habida después de la muerte hacía que endiosaran a Diego Montenegro. Aseguraban que su fantasma puso a buena recaudo la vida del otro cuatrero. Que mientras el muerto hizo su aparición en el tacho, Julio Farías, desde el Puente de la Noria, descubrió la luz de la linterna y cambió el rumbo que traía. Fuese hacia los bajos de Laferrere, llevándose la caballada por delante.


                                                                                     Elías Carpena


De El cuatrero Montenegro; Editorial Ciordia & Rodríguez, Buenos Aires, 1955.